viernes, 26 de junio de 2009

ATURDIDO POR EL OTRO




Por Tal Pinto

No es el mayor problema de “Diagonales”, la novela debut del joven Maori Pérez (1986), que la prosa sea casi siempre descuidada y en ocasiones fría y su estructura, aun si deliberadamente, caótica. Disculpar estos inconvenientes como pasos en falso en la formación de un narrador es plausible: ningún escritor nace escribiendo “bien”. Pero ciertamente más difícil es pasar por alto las enormes lagunas de inconsciencia; pasajes completos de “Diagonales” en los que el narrador no ve que sus referencias, sus citas, sus influencias, se vuelcan como aguas turbias oscureciéndolo todo o, para mayor claridad, se apoderan de un argumento ya desorganizado, y todavía lo desorganizan más.



José Santos, Julio y Marco Flores, Diego Vid, Valentina Montillo, Andrea Julio y Macarena McCarthy son todos pasajeros nocturnos de un vagón de metro de la Línea 1 hacia San Pablo. Uno se va de viaje a Brasil, otra es monja; uno es homosexual; hay un poeta y una pokemona y hay también un oficinista jalero. Es un intento algo naif de ofrecer arquetipos de la sociedad chilena, empezando por el hecho de que todos estos personajes son planos y todos, sin excepción, sufren el mismo mal: van camino a un lugar pero no saben muy bien por qué, o lo que es igual, ninguno ha consolidado propiamente su identidad. Un viaje, que debía ser monótono, cambia cuando una voz por los altoparlantes del metro les explica que van a morir. Y es en ese momento cuando todos comienzan inexorablemente a pensar en qué los hace lo que son. Lamentablemente, la indagación psicológica es laxa y superficial, formular: mi papá me arruinó o mi mamá lo hizo, y ellos a su vez fueron arruinados por sus padres, y sus padres y los padres de ellos por el sistema. Así, no sólo es imposible conectar con el dolor de los demás, sino que la metáfora del Hades o el Purgatorio que comporta el viaje por un submundo (la línea del metro) se hace trivial. “Diagonales” tiene muy de lejos las referencias más antiguas al infierno; en su caso la influencia es rastreable en algunas películas y comics japoneses. Lo que no entiende el despliegue de la novela es que esas son las maneras en las que cultura japonesa ha negociado la influencia de Occidente. Y olvida que esa negociación ha sido traumática, modulada por una apertura obligatoria a un mundo extraño tras la caída no de una, sino de dos bombas atómicas.

La novela tiene tres arcos narrativos más. El de un suicida japonés avecindado en Chile que opta, en circunstancias misteriosas, por el seppuku; el de un taxista que no es un taxista y que es ying al yang de la voz en off del metro; y el de unos periodistas intentando interpretar la muerte del suicida. Ninguna alcanza a desarrollarse, y son más bien trazos gruesos, lanzados con excesiva casualidad y, en cierta forma, una de las grandes razones porque la novela no hace creer al lector, asunto indispensable cuando el terror del subconsciente y las metáforas desplazadas de la cultura pop (como ocurre en el cine de Miike y el de Lynch) son la atmósfera del relato.

Las lagunas de inconsciencia a las que se hacía mención, refieren a momentos de la novela en que las imágenes del narrador se apoderan del argumento. Por ejemplo, se alude a “Neo”, el protagonista de “Matrix”, y en esa trilogía el tránsito es representado por un tren subterráneo, casi informando al lector de la estética del argumento, cuando para eso existen los post scriptum y las entrevistas. Las referencias a Bolaño son amplias y epigonales. Y es algo a lo que hay que acostumbrarse.

“Diagonales” es una primera novela desde la cual solo se puede crecer. A pesar de sus evidentes problemas, Maori Pérez hace algo que muchos narradores jóvenes se niegan a hacer: publicar. A la larga, es posible que ese desparpajo sea recompensado.

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sábado, 20 de junio de 2009

EL DESMORONAMIENTO DE UNA VIDA EJEMPLAR




Por Tal Pinto

No son pocos los que aseguran, de forma tajante y hasta algo pomposa, que la literatura norteamericana contemporánea se ha convertido en un teatro de epígonos con escaso talento e imaginación. La obra de escritores como Richard Ford y Charles Baxter le garantiza cierta veracidad a esta apreciación, pero la de Denis Johnson y Aleksander Hemon (criminalmente ignorados por acá) falsea un juicio tan totalizador y dogmático. Ni John Irving, un escritor cordialmente decimonónico, o la perversa A. M. Homes, o incluso el popular Palahniuk, y qué decir de Easton Ellis, han logrado sacudirse el manto de sus grandes mayores: James, Hemingway, Cheever y Bellow (y tal vez John Updike), todos hoy muertos.



A esa lista de mayores (que directamente no incluye a Poe, Hawthorne, Melville y tantos otros escritores de generaciones anteriores, ni a la descomunal e interminable cantidad de poetas, ni a Nabokov) se le debe añadir el nombre de un escritor que sigue vivo, sigue escribiendo, y lo sigue haciendo con tanto tino y destreza como hace cincuenta años. Philip Roth (1933) en “Indignación” vuelve a hacer lo que ha hecho en una veintena de novelas: criticar las instituciones más sólidas de la sociedad norteamericana desde la perspectiva de un individuo convulso, libidinoso y completamente fallado.

En esta novela el individuo en cuestión es Markus Messner, un joven de 19 años, hijo único de un carnicero judío, que vive, como no podía ser de otra manera, en Newark, New Jersey. Hijo correcto y estudiante modelo, su vida ejemplar se desmorona cuando decide entrar a la universidad. Es 1951, Estados Unidos está en guerra con Corea, y todo hombre de 18 años o más que no estudie es material de reclutamiento. Esa posibilidad trastorna a su padre, un hombre hasta ahí medido y sereno. El miedo se apodera de él de tal manera que no puede dejar solo ni a luz ni a sombra a Markus, quien determina alejarse del hogar familiar y trasladarse a Winesburg, Ohio, a estudiar en una universidad del Midwest americano, es decir, más pechoña que liberal, y dejar así atrás las pugnas “irracionales”, como él afirma, con su padre.

Es desde ese momento que “Indignación” se convierte en una farsa de proporciones trágicas. Las escenas de angustia sexual, nunca frías, casi siempre cómicas, que todo lector de Roth vaticina, ocurren en Winesburg. La bipolar Olivia Hutton, generosa experta en fellatios, será el objeto de su deseo. Habrá, como también todo lector de Roth puede adivinar, una enfermedad, un malestar físico desde el que irradia la angustia. Markus, para quien las universidades se resumían en sus equipos de fútbol americano, ha caído en la antítesis de la multicultural y pujante costa Este. Es también esta universidad el lugar donde su indignación llegará al límite, según él, de lo humano, donde nadie lo deja vivir en paz. Pero es sobre todo el espacio de la tragedia. El miedo de Markus es casi palpable. Teme ser reclutado, teme que sus padres se divorcien, teme la liberación sexual de una mujer, teme, en suma, por su vida. Y ese miedo tendrá repercusiones trágicas en la medida que, como Edipo, Markus no puede dejar de ser sí mismo, y al serlo, se condena.

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lunes, 15 de junio de 2009

EL RELATO VENECIANO DE UN CHILENO


Por Tal Pinto

A “Acqua alta”, la primera novela de Pablo Torche (1974) y su tercer libro, se la podría llamar una “novela de variaciones”. Suponiendo que ese sea el rótulo correcto, en este género o subgénero o lisa y llanamente estructura novelística, hay dos posibilidades: (1) que un hecho o anécdota se advierta, observe y relate desde múltiples puntos de vista o (2) que un hecho sea contado de diversas maneras, echando mano de varias tradiciones literarias. Muchas han tomado esta estructura: la más célebre quizá es “Ejercicios de estilo”, de Raymond Queneau, aunque bien cabrían en este académico paradigma “Si una noche de invierno un viajero”, de Italo Calvino, una nada moderada parte de la obra borgiana, y libros más antiguos pero no por eso menos modernos, como el “Tristram Shandy”, de Sterne, y las anónimas “Mil y una noches”.



El “hecho” de “Acqua alta”, su átomo, es la historia de amor y deseo que surge entre el chileno Pablo y la italiana Chiara en Venecia, la ciudad emblema del amor y el deseo en el país emblema del amor y el deseo o, lo que es igual, la ciudad de la voluptuosidad, de las máscaras y el carnaval (que son la misma cosa), pero también de la crueldad, la frustración y la pena. Un escenario apropiado, reforzado por la “acqua alta”, las altas mareas: el desborde de las aguas de los canales, una metáfora evidente del derramamiento de la pasión.

Cada capítulo de la novela es un relato distinto de la pasión; cada capítulo es el germen de otra novela sobre el hecho de ir a Venecia, o encontrarse en Venecia, con una mujer, y enamorarse o caer rendido por el lujo y la voluptuosidad. En teoría, “Acqua alta” se podría leer en cualquier orden. Que esto no sea así es simplemente porque el experimento formal tropieza en el único lugar que no debería caer: el lenguaje. No es ésta una objeción a las variaciones “antiguas” (el español de antaño y la pieza de teatro de ánimo shakespereano, o la marítima relación de acontecimientos al final), sino a las más convencionalmente “modernas”. En muchas de ellas el paisaje veneciano es descrito de la misma manera, Chiara de la misma manera, los mismos adjetivos corren la misma carrera. Se podría argumentar que es una estrategia deliberada, que es el mismo Pablo, el mismo narrador, pero eso derrota el experimento formal. Más importante que la pura contingencia (que Pablo caiga a los pies de Chiara y viceversa) era ver cómo se desplegaba esa contingencia, es decir, restarle a la novela todo lo que tuviera que ver con el destino. Así, más que distintas maneras de la infatuación, lo que se tiene son resoluciones sólo moderadamente distintas de ella.

Donde más sufre “Acqua alta” es en la omnipresente intencionalidad lírica, cayendo a veces en el pantanoso, y a estas alturas inmarcesible, barroquismo latinoamericano. Son curiosas, y hasta divertidas, las instancias gongorinas de la novela, que recuerdan las “lagrimosas de amor dulces querellas”.

Pero, en último término, “Acqua alta” tiene una vida y una ambición que pocas novelas chilenas tienen. Crucificar las pretensiones, un ejercicio típicamente nacional, sería una injusticia. Sus errores de ejecución no deberían ocultar lo que está en el frente: que “Acqua alta” es un ejercicio de estilo arriesgado y novedoso en el aburrido páramo de Marcela Serrano y Hernán Rivera Letelier.

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jueves, 11 de junio de 2009

“EL INFIERNO DE SER YO”




Por Dorita Núñez

Probablemente los textos incluidos en estos diarios fueron escritos por Pessoa sin ninguna otra intención que la de darle curso a un ejercicio de escritura que pudo ser diario, semanal o mensual, pero que nunca fue pensado como obra. Por lo mismo, cuando se publican de manera póstuma, sin mediar la voluntad del autor, se corre el riesgo de que sólo parezcan fósiles que merodearon esa otra y gran obra del autor: la que sí pensó como libros, como literatura. En este contexto, la manera de armar, combinar, agrupar, en fin, la manera de editar ese museo material juega un rol fundamental. Teniendo en cuenta todo lo dicho, se puede decir que los Diarios de Fernando Pessoa ahora presentados superan la prueba y son valiosos en sí mismos y no como meros documentos.



Antes de los textos del diario propiamente tal, Pessoa, en una especie de preludio, aparece diciendo: “Soy un poeta impulsado por la filosofía, no un filósofo con cualidades poéticas”; y esta consigna, que bien podría resumir el espíritu literario del autor, se confirma al leer estas páginas, fechadas, con interrupciones, entre 1906 y 1915.

“Estoy cansado de entregarme a mí mismo, de lamentar mis desgracias, de tener lástima y llorar por mí”. Esta dura sentencia podría explicar la forma de escritura de gran parte de los diarios de Pessoa aquí recogidos, pues al modo de un informe de actividades, como no queriendo hablar interiormente de sí, Pessoa enumera sus lecturas, sus idas y venidas de clases, la escritura de sus artículos, sus amistades, penurias económicas, traducciones, entre otras diligencias. En este registro el autor rara vez hace algún comentario. Sabemos de sus días perdidos y productivos como sabemos del informe del tiempo. Si fueran otros nombres, otros lugares, otras lecturas, podría ser la rutina de alguien que vive en Tel Aviv cincuenta años después. A Pessoa -hasta ahora- nada lo hace diferente, si no fuera porque esa normal y nada extraordinaria rutina se empieza a interrumpir, enhorabuena, por digresiones cada vez más seguidas y anómalas, y por la aparición con pluma parada de algunos de sus heterónimos. No son Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis o Bernardo Soares; los nombres que aparecen aquí figuran entre los heterónimos menos desarrollados por Pessoa. Entre ellos están Alexander Search, una de las primeras voces de Pessoa, que escribe en inglés, y Charles-Robert Anon. Con ellos el autor se permite ser más digresivo y a la vez se da la posibilidad de enrostrarse a sí mismo y al resto cosas que, de no mediar las máscaras, probablemente no diría o diría de otra forma. Por algo escribe: “Mi arte es ser yo. Yo soy muchos”. Estas otras voces no llevan un estricto rigor temporal, de hecho pocas aparecen fechadas, lo que permite sacudir y soltar la estructura del diario. Entra a operar el caos, la espontaneidad, el contraste entre la anécdota diaria y espesas elucubraciones, pues hay pensamientos que fueron elaborados por el autor años después y que aquí se incorporan en forma de notas personales, apuntes, comentarios, mostrándonos en ellos, una vez más, su permanente desilusión vital, eso que llamó “el infierno de ser Yo”: la absoluta e irreversible (aunque voluntaria) soledad en la que vive, su asco social (no obstante el servicio a la humanidad que tiene proyectado en su escritura), la ácida y sistemática crítica religiosa y el “intenso sufrimiento patriótico”.

Hacia el final del libro se intercalan diferentes trabajos, desde su ambicioso “Plan de vida” -donde se plantea que “si no hay en cada uno de mis versos un acento de eternidad, habré malgastado el tiempo de los dioses en mí”- pasando por un entretenidamente instructivo “Cuadro bibliográfico” hasta llegar a su “Explicación de un libro”, texto que es una aclaración sobre la ideología plasmada en su poemario Mensaje. Por último, cerrando el volumen, está su “Nota biográfica”. En ella, fechada el 30 de marzo de 1935, poco antes de su muerte, Pessoa escribió una especie de currículum vitae, al modo de Rodrigo Lira, donde con áspero humor y distancia describe los aspectos que conforman su particular existencia, desde sus lazos familiares hasta su posición patriótica: “Nacionalista que se guía por el siguiente lema: ‘Todo por la Humanidad, nada contra la Nación’ ”.

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CUANDO REVIENTA LA LÍNEA DE CRÉDITO




Por Tal Pinto

Rafael Gumucio (1970), quizás debido a su carácter, o tal vez impulsado por un programa caótico de vocación desconocida, se ha desempeñado como cronista, humorista, guionista, periodista, actor, poeta y hasta aforista. Ha estado ligado con igual ímpetu a la televisión y a la prensa escrita, a los libros y a la radio, a la comedia y a la tragedia. Se ha reído de Chile no siempre con fina ironía pero si empleando las diversas modulaciones de la crueldad; y si se ha burlado es porque de alguna manera ha querido (y detestado) a este país.



Esa vertiente de comentarista social se manifiesta con fuerza en “La deuda”. En Chile es difícil leer esta novela, más allá de sus otras posibles interpretaciones, como algo más que una investigación aplicada de ciertas ideas universales –la culpa, el amor, el poder– en el concreto suelo nacional. La historia de Fernando Girón, el protagonista de la novela, aspira a convertirse en el relato de una generación de chilenos que vivió su adolescencia en la dictadura y maduró, o intentó crecer, en la democrática década del 90. Pero si hay algo que Girón representa es justamente infantilismo. Narciso, y en consecuencia incapaz de atemperar su yo, Girón juega al papel de artista juvenil (universitario) a los cuarenta años. Su vida es su propia obra de arte; una obra näif en la que indistintamente es dueño de una productora y jefe buena onda, muy amigo de sus amigos, genial en su imaginación y marido de Fernanda (una ironía gruesa, una simetría innecesaria), compañera de universidad, hija de un político famoso, clase alta, de rasgos suaves y aristocráticos, obviamente algo histérica, virgen (que no célibe) hasta el matrimonio. Fernanda es el gran logro de Fernando. Y todo eso, ese castillo de cartas, se derrumba cuando Fernando descubre que Juan Carlos, su contador, le ha robado.

Juan Carlos es el reverso perfecto de Fernando. Aun si ambos provienen del mismo estrato social, y ambos a su vez han escalado, a Juan Carlos este ascenso, para emplear una mala metáfora, lo ha dejado sin aire, mientras a Fernando lo ha insuflado. Fernando se siente parte con poca distancia de su nueva realidad, es dueño de sí mismo; Juan Carlos sigue siendo un empleado. Este armazón simétrico no es casual: “La deuda” se sostiene sobre antinomias, en especial sobre la clásica, al menos académicamente clásica, arriba y abajo. Realista, “La deuda” presume que su descripción se ajusta a la de su universo de referencia: Chile. Si esta novela es un reflejo de Chile, si se pudiera creer que algo tan vasto e indeterminado como un país se puede reflejar, entonces este es un país de contradicciones. No es usual que una novela chilena tenga una estructura filosófica o sociológica tan evidente, además, las novelas-ensayo en Chile han sido por lo general un desastre, o bien, escritas hace cien años.

Lo cierto es que, y a pesar de una estructura que la hace predecible, “La deuda” se sostiene por la velocidad, y algo inusual en Gumucio (más cómodo, parecía, en el discurso avasallador de la primera persona), la precisión de su prosa, junto con una historia secundaria que gana intensidad en la medida que la de Fernando la va perdiendo (todo en esta novela está relacionado).

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NO SALIR DE CHILE




Por Tal Pinto

Hay que concederle a “Tubab”, la novela debut del médico y cofundador de “Noreste” -una revista con tanto anhelo de vuelo trascendental que agotaba- Beltrán Mena (1959), que no interpreta mal el menos inmediato sentido del citado hasta el hartazgo verso de Enrique Lihn; escapar del horroroso Chile es imposible, aunque en realidad también es imposible evadirse del Chile menos monstruoso, pues ambas patrias, todas sus versiones conjeturables, para bien o para mal, ya están implantadas en algún lugar de la personalidad. Bien lo sabía Lihn, que rara vez se equivocaba.



Pero este es un elogio improductivo. Si algo define el género de la novela de viajes es la aventura o, lo que es igual, volcarse a la producción de experiencias, salir en busca de lo extraordinario. Es preferible hacer a un costado la discusión de si efectivamente tener experiencias es factible; las tesis de Walter Benjamin parecen haber monopolizado ese debate. “Tubab” es una novela inconsciente de este entresijo, mucho más cercana al turismo terapéutico que a la reflexión literaria. El afán de terapia se manifiesta acá en Tombuctú, el destino final del viaje, al que se le ha asignado un significado beatífico, místico. La imagen es la de un refugio sagrado. Y en buena medida únicamente porque no es Nueva York, París o Londres, no es capitalista (o no del todo) ni moderna, es decir, no está en el centro del mundo.

Así ocurre que, sabiendo el final de la travesía, y sabiendo qué representa –la diferencia, la huida del mundo, etc.–, el valor residual está en la línea misma, en el viaje. Si a eso se agrega que el protagonista es un confeso lector de poesía (su fascinación al comienzo de la novela por Godofredo Iommi no es otra cosa que un homenaje), pues queda claro que el viaje surge del llamado juvenil por parecerse a Rimbaud, por cambiar de vida.

Y el viaje no es precisamente el de Belano en “Los detectives salvajes”. Mena, el protagonista, no va a morir a África, pero tampoco va a conocerse. Contra lo que él piensa de sí mismo, no es un tercermundista visitando el tercer mundo (paradoja: ¿desde cuándo un subdesarrollado tiene capacidad para ahorrar cinco mil dólares?), sino un europeo trasplantado, un descendiente, y ante todo un joven en una encrucijada vocacional: ser médico o escritor. Mena, viajero reticente, no quiere estar ni en donde está ni en Chile. En realidad parte a África a perderse.

Al final de cuentas “Tubab” (que significa “blanco”) es un relato típico de iniciación, una novela inmaculadamente convencional. No hay ningún intento honesto por comprender a los nativos. Son negros, pobres, timadores y tienen el pico grande (asunto que el narrador ciertamente no se puede sacar de la cabeza). Todos son iguales. Cuando uno de estos negros rompe el hechizo del estereotipo, se restituye la fe en la raza, mecanismo narrativo insuficiente que expresa superioridad.

Queda la certeza, sin cura conocida a estas alturas, que Mena, como muchos narradores chilenos, está muy cerca de su vida, y no ha conseguido moldearla en una materia narrativa contundente. Cuánto mejor hubiera sido la novela de un africano viviendo en Chile. Pero claro, Chile es demasiado aburrido. Mucho mejor sería leer un libro de Beltrán Tubab que se llamara “Mena”.

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