lunes, 15 de junio de 2009

EL RELATO VENECIANO DE UN CHILENO


Por Tal Pinto

A “Acqua alta”, la primera novela de Pablo Torche (1974) y su tercer libro, se la podría llamar una “novela de variaciones”. Suponiendo que ese sea el rótulo correcto, en este género o subgénero o lisa y llanamente estructura novelística, hay dos posibilidades: (1) que un hecho o anécdota se advierta, observe y relate desde múltiples puntos de vista o (2) que un hecho sea contado de diversas maneras, echando mano de varias tradiciones literarias. Muchas han tomado esta estructura: la más célebre quizá es “Ejercicios de estilo”, de Raymond Queneau, aunque bien cabrían en este académico paradigma “Si una noche de invierno un viajero”, de Italo Calvino, una nada moderada parte de la obra borgiana, y libros más antiguos pero no por eso menos modernos, como el “Tristram Shandy”, de Sterne, y las anónimas “Mil y una noches”.



El “hecho” de “Acqua alta”, su átomo, es la historia de amor y deseo que surge entre el chileno Pablo y la italiana Chiara en Venecia, la ciudad emblema del amor y el deseo en el país emblema del amor y el deseo o, lo que es igual, la ciudad de la voluptuosidad, de las máscaras y el carnaval (que son la misma cosa), pero también de la crueldad, la frustración y la pena. Un escenario apropiado, reforzado por la “acqua alta”, las altas mareas: el desborde de las aguas de los canales, una metáfora evidente del derramamiento de la pasión.

Cada capítulo de la novela es un relato distinto de la pasión; cada capítulo es el germen de otra novela sobre el hecho de ir a Venecia, o encontrarse en Venecia, con una mujer, y enamorarse o caer rendido por el lujo y la voluptuosidad. En teoría, “Acqua alta” se podría leer en cualquier orden. Que esto no sea así es simplemente porque el experimento formal tropieza en el único lugar que no debería caer: el lenguaje. No es ésta una objeción a las variaciones “antiguas” (el español de antaño y la pieza de teatro de ánimo shakespereano, o la marítima relación de acontecimientos al final), sino a las más convencionalmente “modernas”. En muchas de ellas el paisaje veneciano es descrito de la misma manera, Chiara de la misma manera, los mismos adjetivos corren la misma carrera. Se podría argumentar que es una estrategia deliberada, que es el mismo Pablo, el mismo narrador, pero eso derrota el experimento formal. Más importante que la pura contingencia (que Pablo caiga a los pies de Chiara y viceversa) era ver cómo se desplegaba esa contingencia, es decir, restarle a la novela todo lo que tuviera que ver con el destino. Así, más que distintas maneras de la infatuación, lo que se tiene son resoluciones sólo moderadamente distintas de ella.

Donde más sufre “Acqua alta” es en la omnipresente intencionalidad lírica, cayendo a veces en el pantanoso, y a estas alturas inmarcesible, barroquismo latinoamericano. Son curiosas, y hasta divertidas, las instancias gongorinas de la novela, que recuerdan las “lagrimosas de amor dulces querellas”.

Pero, en último término, “Acqua alta” tiene una vida y una ambición que pocas novelas chilenas tienen. Crucificar las pretensiones, un ejercicio típicamente nacional, sería una injusticia. Sus errores de ejecución no deberían ocultar lo que está en el frente: que “Acqua alta” es un ejercicio de estilo arriesgado y novedoso en el aburrido páramo de Marcela Serrano y Hernán Rivera Letelier.

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